El primer período de la filosofía cristiana -o patrística- culmina con San Agustín (354-430), que es uno de los pensadores más grandes y representativos del Cristianismo. La figura de San Agustín se halla situada en la cumbre de las dos vertientes que dividen el mundo antiguo de la nueva civilización cristiana. Su significación personal es todo un símbolo de aquella coyuntura trágica por que atravesó la historia de la humanidad.
Hombre de extraordinaria honradez interior, su pensamiento coincide con su vida, más quizá que en ningún otro filósofo, hasta constituir en realidad una profunda historia de su conversión. Nacido a mediados del siglo IV en Numidia -territorio romano del norte de África, correspondiente a lo que hoy es Túnez y en otro tiempo fue Cartago-, llevó la juventud despreocupada y escéptica que era común a los romanos de su época. Pero pronto la visión de aquel mundo que vivía alegre e inconsciente en medio de inminentes peligros, y su misma profunda sinceridad, lo llevaron a plantearse a sí mismo los problemas filosóficos radicales sobre la verdad y el sentido de la vida. Profesó en un principio la filosofía gnóstica del persa Mani (maniqueísmo), que defendía la existencia de dos principios, uno del bien y otro del mal, que contienden entre sí. Pronto se dio cuenta San Agustín de que el principio del mal no puede ponerse en pie de igualdad con el del bien, porque el mal es en realidad un defecto o falta en el ser, que es bueno en sí, y sólo puede haber un Dios, que es el principio del ser.
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